viernes, 11 de noviembre de 2011

ser tú y la falta

Zorros en la noche vienen envolviéndose en el silencio de las mantas que guardamos en tu coche. Follar en sus esquinas era sencillo si olvidamos los temores de la escarcha o la batería agónica que flanqueaba los faros del mundo que ya nunca jamás nos rodeaba si estábamos juntos. Tres gotas sudaban en tu espalda, las gotas y no tú, que brillaban la muerte que mis dedos les comulgaban al aplastarlas contra mis palmas, morderte una muñeca y sentir los huesos resquebrajados tras tu sangre y mis dientes.

Hubo un tiempo en que éramos tan jóvenes que nada podía hacernos daño.

Supiste de inmediato que algo estaba saliéndonos mal. Me duele la matriz.

Tengo una pena azul que se me corre entre los dedos.

Tengo un santo que aguarda tras el calendario. Un día marcado en negro junto a la pena y la oscuridad de tus fantasmas que atroces lloran a deshora en meses alternos. No me moriré sin decirte que me faltas.

lunes, 11 de julio de 2011

treinta cero cinco

La lluvia sembraba acuáticas desidias en aquel asfalto, mezcla de cloaca y calor, de quemazón y podredumbre impropios de lugares fértiles y fáciles como era ese. La humedad tupía las medias y acorralaba la piel, haciendo costoso el respirar, tan dispensable como vivir. La luz intermitente palidecía los rostros, aquellos que nos miraban.

“No mires al suelo”, me decía, y se aferraba a mi mano con la misma ceguera con la que un mosquito va a morir a un parabrisas, pero era cálido, sin embargo él era cálido y apacible y a mí no se me ocurrían más que fealdades, más que cosas horribles que decirle, que contarle y proponerle, más que sitios oscuros y harapientos a los que llevarle, senderos inhóspitos que enseñarle y acogerle en aquel ego negro, insensato, al que tendía su mano cálida, que abrazaba los dedos y las penas.

Por qué tienen tanto miedo, si quizás fuera mejor eso, mejor cualquier otro modo que no aquel por el que la brisa venía a reírse en tu cara, en aquel rostro que algún día quiso ser tu cara, la cara de tu alma, y que ahora se deformaba en rastrojos que trataban escorzados de ser aquello que en su día quisiste pero no pudiste, como aquella pobre paloma cuya ala izquierda aún señalaba al sur, empinada al cielo en el que debía estar, tambaleándose con el viento, imitando el vuelo que ya jamás, inerte, pegada a la carretera, emprendería.

No mires al suelo y yo nos imaginaba besándonos mientras los demás huían.

martes, 17 de mayo de 2011

(...)

En fin. Por aquellos años le resultaban a uno ambos conocidos, aunque no es seguro que ellos se conocieran ya en el que venía siendo entonces mi pasado, sino que quizás resulte más adecuado, y también más fiel a la verdad en lo que a espacio-tiempo se refiere, decir que ellos se conocieron en el presente de entonces y desde ahí, siempre fueron conocidos, pero extraños. Ella era, en aquella época, un tanto impertinente e inmensa, impertinente por desagradable, e inmensa porque, en fin, estamos aquí para contar la historia tal como sucedió y no es menester negar que la chica era entrada en carnes, como solían decir nuestras tías, sin embargo, un par de veranos después, alguna beca veraniega la llevó a enamorar a algún francesito de cabello rizoso, que decía de sí mismo ser bohemio y pintor, que la indujo a pasar hambre y penurias, y, qué coño, había dicho su madre, que el amor adelgaza, y volvió en septiembre con aquel acento atragantado y dos perfectamente esculpidas clavículas por collares engarzados, a parte del pecho recolocado en su sitio, y un par de bonitas ondulaciones por caderas, vraiment fantastique. Y aquella camiseta mostrando sus clavículas, paralelas al suelo, clavículas que luego heredaría la niña y que harían que su padre nos mirara con recelo, como invitándonos, por si acaso, a fijarnos en otros asuntos, como si ella, la niña, fuera más que otra gata agazapada en alguna esquina, inmersa en la aventura que el alcohol le procuraba, haciéndole creer de vez en cuando que las penas eran menos amargas con aquel sabor quemando en la garanta y que los hombres eran entonces menos hombres y quinientas intensas palabras les dirían mucho más que aquel escote. Para qué negarlo, la niña era preciosa, cosa que también se veía venir, algo así como enamorarse de ella.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Sin querer

Paséate de nuevo con tu suéter verde, alborótame las piernas. Estírame el lazo con el que atarme la cintura. Dame un nudo con el que atragantarme, olvídame los versos de ayer, esos que dijimos entre toses. Vuelve a decirme que las cortinas del salón no llegan al suelo y que desde que ha dejado de llover ya no tienes más sed y yo, sin embargo, no paro de beber y no consigo más que ahogarme en la cazuela en la que pusiste huevos a cocer antes de ayer cuando, al verme, tu vecina se asustó y no me quiso devolver la toalla que tiré al tender. Fue sin querer, todo. Péiname las manos con tu pelo, que se me cae la taza al suelo y tengo miedo.

martes, 22 de marzo de 2011

Paraguas

Los ojos miel le lloraban como rompe un paraguas, o como tiembla un abeto cuando hay ventisca. No sé cómo ocurre nada de esto, quizá todo asuma la misma levedad que implica la llegada del otoño (levedad, adiós al movimiento gravitacional trescientos sesenta grados sobre un eje que es propio), con la misma parsimonia del hasta luego convertido en un adiós, o del viento que cambia de dirección. Yo nunca supe nada. Solo sé que si aprietas suave en la herida, sangra otra vez.

Solo sé que al final quedan cuatro ramas quebradas y una maraña de alambres en la basura que ya no valen nada. Ni a su propio nombre responden. Paraguas.

martes, 18 de enero de 2011

Ninguna

Podría ser para ti cualquier mujer. Podría aprenderlo. Podría ser para ti todas y ninguna a la vez, o confesarte que también me he enamorado de tu hermano, qué quieres que te diga, si tiene los mismos labios que tú, los dientes colocados igual, si tenéis los dos la misma absurda sonrisa que miro embobada mientras dibujas vestidos que sabes que nunca me pondré porque podría ser para ti cualquier mujer, pero desnuda.

No sé, podría ser para ti todas y ninguna. Podría ser para ti cualquier mujer con tal de que la sonrieras de esa forma, como si se nos fuera a morir el pez que nos tira besos desde su pecera en las comisuras de tus labios, o si se fuera el mundo a acabar si dejara de mirarte. Podría serlo y no lo soy. Y me enamoro de ti cada vez que me sonríes.


jueves, 30 de diciembre de 2010

insomnium

Dígame usted que nadie osó jamás desafinarle al oído como yo hice anteayer, con el correspondiente escalofrío vertebral que acerté a besarle después.

Quién sabe, a lo mejor se lo han dicho alguna vez, así, al abrigo de las cinco de la madrugada, con ojeras y paracetamol, pero nadie sueña con usted como mi insomnio.

domingo, 26 de diciembre de 2010

forma, formae

Y si se nos acaba el amor... pues tendremos que querernos de otra forma.

martes, 7 de diciembre de 2010

la moqueta

No había apenas rastro de ángulos obviados, la esquina aturdía el encrespado natural de los nervios, el golpe con la mesa le dolía. Subió las escaleras con cierta desgana, tras girar el pomo de la puerta el mismo silencio abrigaría la estancia, áspero, y su piel empezaba a mostrarse reacia al lugar. Vio, sin quererlo, el parquet oscurecido en dos peldaños, como sangre tiñéndolo, como cuando, de niño, despertaba en plena noche, sangrando la nariz, y dejaba su rastro en el suelo, a tientas en busca del pomo de la puerta. Siempre el pomo tenía que tener algo que ver, única forma de salir de la jaula, girar y después tirar, sencillo, si uno lograba asirlo con la suficiente valentía. ¿Por qué no le estaría esperando? La decoración supuraba añeja ostentosidad, incluso el papel de las paredes parecía desprenderse de ellas con vanos alardes de gloria, inmundo, mohoso sin querer verlo. Este lugar da asco, por qué querría que nos viéramos aquí, por qué no me está esperando. Dónde está. El suelo crujió, sucumbiendo a su peso levemente, aullido acallado en aquel pasillo enmoquetado. “Su hijo tiene asma, señora” había sentenciado el médico, algo querría decir aquel señor encorbatado, completamente estirado, a la vez que sonreía de aquella forma a su madre. Memorizó los nombres de 15 huesos de la cartulina brillante pegada en la pared. “¿Y es grave eso, doctor? Desde que su padre se marchó yo… yo no sé qué hacer con él.“ Clavícula, húmero, radio, cúbito, carpiano, metacarpiano, falange, clavícula. “Yo podría ayudarte si quisieras, Aurora, tan solo si…”. Respirar a veces se tornaba dificultad, y, cuando se mudaron, enmoquetaron el salón y tres cuartas partes más de la casa, “prescripción médica, cariño”, decía mamá. La hubiera abofeteado con gana si la hubiera tenido delante, dónde estás, donde éstas, he venido a buscarte, pero no estás y he venido y ya eres necesidad, pequeña, mi pequeña, ven, dime dónde estás. Más tarde descubrió que aquel hombre no lo quería matar. No tanto. Pero su enfermedad firmaba el cobijo entre los brazos de mamá al menos algún mes más, y a veces, eran necesarias según qué tipo de trampas.

Dónde está, dónde está. Pensaba. Gritaba en silencio, no podía ver ya nada en aquella espesa oscuridad. Dónde está, me molesta esta humedad, dónde está, es tarde, es tarde, estoy cansado, no puedo caminar. Dónde estás intentaba susurrar, clavícula, húmero, radio, cúbito, carpiano, sedienta la lengua pegándose al esmalte de la dentadura, metacarpiano, falange, clavícula, dónde estás agachado, clavando dedos en la moqueta, dónde estás, arrancándola del suelo.

martes, 23 de noviembre de 2010

Q

Quién es qué. Qué acaricia cómo. Cómo mira dónde. Y tomaba vino y hundía la mano entre las piernas. Por qué, decía, siempre, por qué. Fumaba, también.

martes, 2 de noviembre de 2010

panegírico. dos-once-diez.

Sí, claro. Al igual que desde los inicios de los tiempos. Aunque jugaran al mismo juego, alguien había de perder. Cómo dudarlo. Retumbaba. Algo retumbaba aunque no podía distinguir qué. Qué. Tañido arañando el pelo. Cómo. Soliloquio extenso, parsimonia abrazándole los dedos de los pies, lamiendo estos a su vez las baldosas frías, heladas. Tibieza abandonando, por y para siempre. Replicó, atizó los puños contra la puerta, astillados dedos y madera. El órgano mudo lanzó su estaño a responderla, a fuera llovía a homicidios cobijados bajo la noche, agravante, aplíquelo usted que sabe, que le negó el beso de despedida, aquel que despertaría las lágrimas y la conciencia. Nada de aquello que permanece tras la derrota merece ya la pena. Córtenle la cabeza, habría dicho alguien. Máxima traición, maldito el bucle de su pelo que no era capaz ya a recordar. De súbito, imploró, solo arrodillarse restaba entonces.

Que no son ellos gritó a las sombras. Que no son ellos. Que se van. Que somos nosotros. Silencio. Que les dejamos ir.

jueves, 7 de octubre de 2010

Aquí solo un extracto

Nuestro perro ha dicho miau, y ha sido un miau muy grande...


"Ella tenía catorce años. Salió llorando de casa después de que su madre la echara a base de meriendas edulcoradas y castigos inútiles. Llamó al tercero y subió. Cerró la puerta con un golpe delicado, pero lo suficientemente fuerte como para que su abuela supiera que estaba ya dentro, se sorbió la nariz en silencio. Olía a macarrones y a sal, a aquel aroma intenso y salado que desprende la piel envejecida, aunque su abuela aún se pintaba los labios para ver las telenovelas y compartía con ella sombras verdosas de ojos sin que su madre lo llegara a saber nunca. “A batallar, pequeña”, le decía siempre, “a batallar mi pequeña”. Tenía que haber decidido morirse a la mañana siguiente, como se mueren los periquitos cuando se les echa de menos. Dejándote sola, dejándote sin. “Raro”, había pensado, “si tenía magdalenas recién hechas”

- ¿Por qué me cuentas esto? Quiero decir, qué motivo hay- Alicia, con su abuela latiéndole entre las sienes, había conseguido mostrarse ante él como un gato panza arriba se defiende del elefante.

- Porque es importante, necesitamos luchar para sentirnos vivos. La antítesis es el motivo de nuestra existencia. Sino dime qué sería de Blancanieves sin la bruja de la manzana, a nadie le importaría la historia de otra princesa salvada. A mí me basta saber que existes para pelear, aunque nunca te hubiera conocido sería lo mismo. Necesitaría saber que existes en algún lugar para tener un motivo, mi motivo, para despertar cada día. Solo quería que lo supieras, no espero nada, solo sentirme mejor, porque he tenido la suerte de conocerte, de no vivir con la esperanza de un “tú”, sino de tenerlo ante mis ojos ahora."

- Lázaro Suárez y Noviembre

domingo, 26 de septiembre de 2010

Se había cortado el pelo y de pronto tenía ganas de llorar, bostezamos a la vez pero todo estaba lleno de sangre y ya no había heridas curando que rascarse.

domingo, 19 de septiembre de 2010

algún día

Las vi desde el cristal repitiendo el cansado gesto de aquella despedida. Adiós, adiós, hasta luego, hasta mañana, adiós. Las observé despacito y con cuidado. Entendí. Y entonces tuve miedo. Deseé que el zumo que habitaba mi estómago en aquel momento hubiera sido más que eso, más que fruta martirizada y algo fuerte anidara entre las venas y oscureciera el pensamiento y me mantuviera exenta de la realidad. De ellas, del adiós, del tiempo que se muere a cada paso, de despedirme, de estar solamente para que luego alguien te eche de menos, de dejar de ser.

Volví sola a casa.

Joder, pensé, no quiero tener que llorarte algún día.

lunes, 6 de septiembre de 2010

barroco

Se colocó el pantalón cómodamente en la cintura e hizo un ademán de toser, pero no tosió. Empujó las gafas sobre su nariz, hacia arriba y hacia el centro, y acortó a la vez los centímetros que el papel áspero distaba de su cara, movimientos ambos, aunque francamente efectivos en sí mismos, contradictorios y contraproducentes sumandos el uno al otro, como era la situación aquella, mañana lluviosa, café en la blusa, uñas sin pintar, algo perdido, algo por hacer, algo que tirar, algo que recordar.

Primer día de tantos y no volvería a llegar tarde, que la premura no era cualidad tangible impresa en su carácter no era necesario que todos lo supieran, y menos aún que las ojeras delataban pesadillas firmadas con su nombre y que ahora solo repasaba las necrológicas diarias en busca de la ausencia que cerciore que perdura la existencia. Levantó la vista y ojeó el cuarto. Me estoy volviendo barroca, pensó, pero en palabras decimoséptimas, grandiosas y recargadas, inmensas. Probó a embadurnar la mancha con una pizca de saliva, yermo el intento, perdidas ya todas las composturas en su nueva soledad, se cambió de camisa con rapidez dejando tres botones sin abrochar, los tres primeros, o los tres últimos, según desde dónde uno comenzara a contar.

Contempló en el espejo el retazo de su piel que regalaba a la vista. Alborotó el pelo y se volvió a colocar las gafas. Apuntó antes de salir:

Que mi ombligo tiene también aristas, cariño.

Y ya sé que a ti lo que te gustan son las curvas.”

lunes, 30 de agosto de 2010

y qué te parece si me mimas un rato

domingo, 11 de julio de 2010

El tomo azul

Se despertó entre sollozos. No había pesadillas, ni sueños felices, ni nada, ni siquiera algún atisbo fugaz de inquietantes imágenes oníricas que recordar en algún momento perdido del día. Nada. Hacía tiempo que dormir era morirse noche tras noche, y acabó de lloriquear alisando contra la pared, de rodillas, la página que la madrugada anterior había arrancado de entre las entrañas del tomo azul. La alisó con extremo cuidado, tanto, que casi se asustó. Recordó en ese momento cómo la había cogido aquel día, uno de tantos, cómo había agarrado sus hombros y la había atraído hacia sí mientras ella agachaba la cabeza y luchaba por librarse de sus manos, cómo acariciaba su cara con extraña violencia contenida, cómo la cogía por la cintura como si fuera un tiesto de un geranio, o una botella de agua, y cómo ahora acariciaba dulcemente la hoja de papel marchita, sin que ello implicara menos sentimiento, o menos amor, ni siquiera menos deseo. Quizás si hubiera aprendido a tratarla como trataba a los libros, quizás si aquel día se hubiera agachado a recogerle el pendiente, si la hubiera besado tiernamente en la mejilla, si le hubiera dicho que la quería, que la deseaba, no, que la necesitaba, eso, que la necesitaba. Pero no. Ella se retiró y le gritó y le recordó todo lo que hacía mal y él la instó a que se fuera, si tanto mal le hacía, que se fuera. No la conocía. Así no se coge a una mujer, le había dicho una vez. Qué sabrás tú acaso de cómo se coge a una mujer, pensó en el momento. Merecido se lo tenía, si no lo hubiera pensado, si la hubiera tratado bien, si la hubiera escuchado, si la hubiera cogido como la tenía que coger, tocado como la tenía que tocar, escuchado al menos. No, no, aquellos libros eran valiosos, y bonitos, eran bonitos y no les hacía falta carmín. Se maquillaba, para qué lo haría, para él quizás, si le hubiera preguntado, quizás.


Una mañana, estrenaba una camiseta con un estampado discreto de pequeñas florecillas beige en un fondo negro. Ella le había dicho que era beige y no marrón, beige. Echaba los hombros de la prenda hacia atrás, recortando el escote y colocando las holguras en su sitio, allí donde correspondían, justo donde su cuerpo estrechaba, marcando más las curvaturas, los inicios y los fines. Estaba guapa aquella mañana, se había recogido el pelo con desgana, solo ella lo sabía, lo de la desgana, pero le había quedado un marco bonito para su cara, acentuando la barbilla y marcando los ojos. No se había pintado los labios –ya estaba el carmín en la maleta-, aún así, estaba guapa aquella mañana. A lo mejor si se lo hubiera dicho, estás muy guapa hoy, hoy no, hoy no, estás guapa todos los días solo que yo no te lo digo, pero hoy más. Estás muy guapa. Te queda bien. Me gustan tus labios sin pintar. Y esa camiseta, con las flores marrones, aunque no me gusten las flores. Porque me gustas tú. Y contigo todo lo que te pongas. Quizás. Volveré luego, sobre las tres. Había dicho ella, mientras él intentaba adivinar dónde caería su ombligo entre aquella tela, sobre las tres, de acuerdo, como siempre. Voy a coger la maleta y un par de cosas y me iré.

jueves, 1 de julio de 2010

Y

si esto va a ser una guerra,
empecemos ya con las heridas.

domingo, 27 de junio de 2010

(...)

Debería cortarse el pelo, o recogérselo. Enseñar al mundo cómo el insomnio le carcomía las clavículas. Desmaquillar las ojeras. Enseñar al mundo cómo. Hundir los dedos entre las costillas, indoloro el contacto con la piel, con el órgano mortecino, enjoyarse solo para ganar peso, fumar hasta tener hambre. Matar al nervio a oscuras, sin verle, sin siquiera saber dónde está. Jugarse la vida en el quicio de la puerta. Matar la vida con la propia vida, amordazar el tacto y resbalar. Mirar al cielo y vomitar. Secuestro sin rescate. Y empezar a sangrar.

domingo, 13 de junio de 2010

(...)

Aquellos muertos eran míos, ellos y todas las maldades que en sus vidas habían conseguido imaginar, y las mías. Eran míos, no nuestros, y no supiste verlo, ni hacernos un mísero hueco en el orgulloso abrazo de tu ego, amargo. Velábamos por ti en las noches oscuras, cuando la tormenta voraz se alimentaba del miedo de pequeños insulsos pajarillos arremolinados en cualquier esquina, a la espera del amaine, a la aventura del vivir, y del volar. Y del morir. Eran míos, y no era malo porque no conformaban más que una parte de un pasado de aquella vida que aún nos quedaba por vivir, y maquinaban trastadas mientras dormía. Y además, se merendaban todas mis pesadillas.

domingo, 30 de mayo de 2010

sola

¿Y en el fondo qué más era sino aquello?

Qué no era sino irme de mí un instante, un solo instante para poder dejarte paso, irme de mí, vaciarme, insulsa, inmóvil, inerte, olvidar el propio peso, el propio tacto, el dolor. Silogismo extraño, graznido intenso, muerta el ave vive el odio, irme y dejarte un hueco, pequeño, intacto. Irme de mí y no querer volver, regalarte el cuerpo y tocar tu espalda, arriba, abajo, vértebra a vértebra, por última vez.

Soltar las llaves y marcharse. Dejarlo, dejarte. Irme y no volver. Lamer la herida, aséptica. Sustancia ignífuga contra tus besos, extraño relato en el bolsillo, nudos enredados en el pelo, nunca más, nunca más.

Y si estuve a punto de perderme, que no se note. Que no se sepa, que no sea la sangre quien vaya a delatarme.

Perdón si es que te hice daño. Que nadie después ose esgrimir jamás semejante término aducido sin escollos, perdón, peñasco inútil. Marchita la flor ya no huele a nada. Que vengan. Que me lo nieguen, si acaso aún se atreven.

Algo se retuerce ante el espejo. Otra copa, otra más.

Escojo marcharme. Decido.

Olvidarlo todo y dejarte. Aúlla la curva de la espalda, gustoso cúlmen de la indulgencia, pierde los papeles, eleva el espectáculo. Díselo a todos. Di.

Y si voy a morirme que sea sola. Que no me veas.

sábado, 24 de abril de 2010

l i m ó n

Continuaba bebiendo de aquel vodka con limón exprimido aunque supiera que me iba a sentar mal, al fin y al cabo, comer tampoco me sentaba bien y no por eso iba a dejarme morir de hambre, aunque solo fuera porque el incansable gruñir de las entrañas no me dejara pensar tranquila.

Llené un poco más el vaso y relamí los restos amargos del limón de entre mis dedos, aparté la mesa del salón y me tumbé en el suelo. Las agujetas se esparcían descuidadas por mi cuerpo, cansado de no dormir, y la perra se me acercó, lamiendo las tachuelas brillantes de mi cinturón. La miré en silencio unos instantes y me incorporé, “Peluda, ¿es que no puedes, no sé... morder mis zapatillas o comerte los calcetines, yo qué sé, como hacen el resto de perros del mundo?” Le dije suave, bajito, como suplicando, como quien te mira a los ojos y te pide un abrazo, o un beso, a la vez que señalaba mis pies con aspavientos poco elegantes, en un intento por pedirle que, al menos, alguna de las dos fingiera hacer algo normal entre aquellas cuatro paredes. Si hubiera podido, se hubiera reído de mí sin duda alguna, pero me miró despacio y observó mis pies, como con inapetencia, “claro”, y me recosté de nuevo sobre mi espalda. Intuí sus movimientos y tapé el cinturón tirando del jersey violeta hacia abajo antes de que ella volviera a su entretenimiento, “a saber de qué estará hecho eso, como para que vayas tú ahora a metértelo en la boca...”, pareció entender.

Cerré los ojos solo por no contemplar el blanco techo y ella dio una vuelta sobre sí misma, acomodando después su cabeza en mi barriga, así vista, arremolinada como un niño a mi lado, parecía pequeña para ser un labrador. Noté el peso de su cabeza al relajarse con el vaivén que la respiración producía en mi estómago. Acaricié sus orejas y su pelaje, negro, brillante, devolviéndome a cambio pequeños lametones dulces en los dedos, lo hacía aunque ambas sabíamos que ella odiaba el limón.

Nunca acerté a distinguir si realmente dormía o no, pero creo que aquella vez fue cierto. Mientras, el ácido hacía su efecto en los labios cortados, proporcionándome aquel hormigueo divertido como cuando, al besarme, me mordías.

jueves, 28 de enero de 2010

Las cosas son así,

TE
FUISTE
Y
ME
DEJASTE
AQUÍ,
APUNTANDO
TU
AUSENCIA
EN
LA
LISTA
DE
LA
COMPRA.

lunes, 4 de enero de 2010

tri-

Allí, en la vigésimo novena de las páginas, como si quisiese indicar algo en particular, más que la triste reminiscencia de cualquier pasado, reencontró mucho de aquello que ya creía tener olvidado, pegado en el cuarto párrafo, con el tallo seco apuntando hacia la izquierda, un trebolcito de tres hojas yacía muerto entorpeciendo su lectura. Como si ella le hubiera arrancado la cuarta el día en que se marchó, si es que acaso el pobre la hubiera tenido desde un principio. Nunca encontró la gracia que ella sí parecía experimentar al coleccionar – si es que esa puede ser la palabra adecuada, coleccionar – pequeños tréboles de tres hojas, sin molestarse si quiera en buscar uno de cuatro, como parecía hacer la gran mayoría de la gente. Claro que ella era un “no soy como la otra gente” constante, así que impasible desraizaba las pobres plantas y las metía entre sus libros, sin más fin que el de olvidar dónde las tenía después, para aportar una pequeña alegría en un posible inesperado reencuentro. Si hubiera una leyenda que llevara su nombre, se diría de ella allí que, de obstinada como era, hubiera arrancado la cuarta hojita al suertudo trébol, “es un trébol, y trébol, como su propio nombre indica proviene de “tri” y “tri” son tres”, y adiós a la buenaventura verde, que aquello no sería jamás un “cuábol” – “cuatríbol”, “tetrábol”, era también costumbre suya inventar vocablos y hacer como si nada – sino un trébol, como Dios manda.

Más aún, aquel reencuentro suyo con el manchurrón verde del cuarto párrafo no trajo la alegría de que ella solía bañar momentos como aquellos, sino un angosto despertar de la conciencia y el olvido. Aunque todo hubiera sido mentira y olvidar, por muy diferente que uno se empeñe en separarlo de perdonar, siempre fuera no más que pura hazaña de la inventiva, y cosas como mordisquearle suavemente el borde de la oreja, para despertarla, o hundir la cara entre su pelo, desperezándose, con ese olor tan suyo a melocotón, o a esas cosas dulces y pegajosas que comen los niños… como a piruleta, pero mejor sin embargo; como si tratare de, al perfumarse, atraer de nuevo aquel olor a la niña que ya no era, que no volvería a ser, y adquiriera por el contrario ese olor almizclado atrayente, casi como el sonrosado de sus mejillas con el frío, pudieran ser capaces de borrársele jamás de la curtida memoria.

(...)

martes, 24 de noviembre de 2009

m i e n t e

Miente, o dientes abriéndose paso tras la encía, lecciones olvidadas antes de ser aprendidas, al fin y al cabo siempre es el mismo el final, concordancia repetida de esas formas envejecidas, como se envejece la plata, como bellas arrugas surcando la frente.

Adivina, o sopla el jabón y conviértelo en arco iris, miente, miénteme de nuevo y repite que es cierto que me quieres, tan cierto como que la verdad no existe, como que la vida es relativa, tan cierto como que todo es falso, tan falso como tu sonrisa, y las caras que pones cuando me miras, como una mentira de las tuyas, como ese afecto, tuyo.

Latinismo barroco se forma entre tus labios, cultismo extraño, obtuso, lentes de lejos, ceguera de cerca, galletas rotas por doquier. Las migajas de una historia que pica, como comer entre las sábanas, como prenda por estrenar, como…

Orden acaecida entre mis brazos, hazlo, sígueme, vete, márchate, come, déjalo, imperativo simple y sin reflexión, miente y hazme creer que dices la verdad, pues es ahí donde va a residir la esencia de tu existencia, mezclada a veces con la mía, sin querer, fuera el desparpajo, dentro la intención… Vete, dije aquella vez…

Aunque hoy tan solo te digo…

m i e n t e.

lunes, 19 de octubre de 2009

Cucú

A nuestras espaldas, el cielo amaneciente se teñía de un color encendido, convirtiendo nuestro mundo en poco más que un metal candente, desparramando su rojo entre las moribundas nubes, chorreantes de carmín, deslustrando el paisaje, atormentando la habitación, oscureciendo el albor taciturno.

Entre la penumbra, tu silueta ennegrecida ensombrecía la lobreguez de la sala, donde solamente unos ojos brillaban feroces, tus ojos, de espléndido animal templado, ferocidad en círculos concéntricos, fijos en aquel sofá enmohecido donde reposaban mis huesos destrozados, postura incómoda, viejo mueble, miedo meciendo instintos, ave rapaz al acecho, rotundos, tus ojos.

Esta no es forma de acabar”, acerté siquiera a pronunciar.

Silencio opaco en el que solo dos esferas se iluminaban, seguro advirtiendo mis propios temblores, agravados aún más tras los vanos intentos de ocultártelos, pequeña, inmunda mi figura, malograda ficción de vida autónoma.

Cucú. El maldito animal leñoso teñido de azul océano, expulsado de las entrañas de mecanismos de aquel estúpido reloj, engranando piezas, manecillas huecas, relampagueaba tu indiferencia cada dos segundos, trinando minutos hermanados, cucú, retumbando en mis tímpanos irritados, cucú, pestañeando con unísono ritmo, perfección la tuya, la suya. Cucú, proseguía, perdí la cuenta de las horas, eternas, infinitas ya, moribundo silencio, pregunta sin respuesta. Cucú y ya no paraba, sonreías, podría jurar que lo hacías, maldad espléndida y perversa, sabiéndome perdida en el laberinto escorzado del piar repetido. Eco estruendoso, cucú...

Resignación, al fin y al cabo, el infierno no debería estar demasiado lejos.


martes, 19 de mayo de 2009

el elefante

Me tocó dos veces seguidas en la rodilla con su pequeño puño, como si llamara a una puerta, y esperó. Hice a un lado el libro que paseaba entre las manos y le miré. Me acercó despacio el pequeño elefantito verde que transportaba entre los brazos de la misma forma en la que se coge a los bebés. Le habíamos cosido un mal disimulado parche en una de sus patas hacía unas semanas, pues el esponjoso contenido parecía querer rebosársele y de nuevo, algo ocurría con el inerte animal verde.

El pequeño me tocó en la pierna otra vez y me rogó con los ojos que lo cogiera en brazos. Lo alcé del suelo y se agarró a mis manos, suplicando. Nos acariciamos el pelo mutuamente, como un intenso ritual, transmitiendo pensamientos. Ahora mi mano olía a yogur de fresa y a miel, y su pequeña naricita se coloreaba del rosado de sus mejillas, a la vez que yo le sonreía.

Llevaba el peto mal abrochado y uno de sus tirantes colgaba tras su espalda, revoltoso. Compuse su vestimenta con calma, mientras él analizaba todos los movimientos de mis manos. Se estiró, aún sentado en mis rodillas, y me tocó otra vez, ahora en la cara. Entendí su apremio y me dirigí al elefantito verde que yacía boca abajo en el sofá. Uno de los botones que componían su mirada se vio vencido por la gravedad y amenazaba seriamente con desprenderse del resto del cuerpo para siempre.

Seguía aún sentado en mis rodillas a la vez que cosía. Estaba muy quieto y contenía la respiración. Su pelo emitía destellos rubios mientras yo apoyaba la barbilla dulcemente en su cabeza, aspirando su olor cambiante, ahora mezcla de canela y azahar. Le devolví el elefante con cuidado y los dos nos recostamos hacia atrás en el asiento, liberados tras resolver con éxito aparente la animal urgencia.

Mientras se quedaba dormido en mis brazos, los ojos azabache del elefantito le delataron. En su brillo reflejaba una lágrima del niño que sufría por la enfermedad de su pobre animal. Le sequé los mofletes aún cuando cabeceaba adormilado agarrado a mi jersey, apretando fuerte el elefante contra su corazoncito...




viernes, 13 de febrero de 2009

jabón

La inspiración dormitaba entre las pompas de jabón que una niña liberaba a una muerte predestinada. A una explosión de escozor y lástima, a un volver a hinchar sus mofletes del aire que las rellenaría, gorditas, redondas, perfectas, soñando con un obstáculo en su camino que convirtiera su volumen en un tímido pop, y vuelta a empezar otra vez. El agua parecía encontrar su origen en aquel tubo de un solo color, donde residía el material del que se construyen los sueños.

Me la quedé mirando unos instantes que se me antojaron breves, pero que ella debió sentir eternos, incómodos, porque dirigió uno de sus arrebatos de aire hacia mi, señalándome casi con el instrumento redondeado que transformaba el jabón en pompa y el agua en color.

Volví a la realidad, o eso pensé que había ocurrido, cuando un tumultuoso baile esférico se dirigió peligrosamente hacia mi cara. Me eché hacia atrás, esquivándolo, pero no dejé de mirarla. El azul de sus ojos se diluía en el irisado arco iris al trasluz del jabón desde dentro de aquel lugar redondo en el que me había empujado a caer con sus soplidos y todo allí dentro me recordó a ti y tus manías y defectos. Pero también a tu perfume y a tu sonrisa, y al estampado de tu camisa favorita, a tu número de calzado, y a la forma en la que tu pelo gustaba de ondearse. A aquel instante en que tu mirada rozó la mía y solo sentí entonces un clavo ardiendo en la retina que no era más que tu pupila, pequeñita, contraída ante la luz de mis pestañas, hipnotizando uno al otro, sabiendo la boca a miel y olor a fruta en el ambiente. Después de aquello el antes siempre era distinto al después y tus ojos nunca volvieron a ser del mismo azul. Como los de aquella niña.

Rocé una pompa con la mano. Estiré los dedos, queriendo tocarlas sin matarlas, sabiéndolo imposible, intolerable. Sentí su redondez posada en mi palma, su humedad mojarme la piel. La pegajosidad se extendió deprisa y froté una mano contra la otra, esparciéndola. Recordé otra vez. El pegamento de tus manualidades. Tus manos manchadas de carboncillo. El abrigo de tus brazos. La hora en punto a la que quedé contigo. Tu mirada a través de una pompa de jabón…

viernes, 2 de enero de 2009

sinpensar

Acercó las manos a la cara, borró con ellas el espanto. Elevó los ojos al cielo, contuvo así el llanto. Desanudó la corbata color pastel, liberó los botones de la camisa de la prisión de los ojales. Tiró la americana al suelo, imprimió su huella descalza en las baldosas. Manchó la pared con insultos, amordazó las fotografías para que no hablaran, para que callaran por siempre aquel pasado que le gritaban a la cara, ahora que estaba solo, ahora que ella no iba a volver. Arrugó el traje sentándose en el suelo, asustó a los vecinos riéndose a carcajadas.

Se obligó a sí mismo a desafiar a los puntos y seguidos usando las comas, haciendo frases largas como laberintos enrevesados, acechando la muerte en cada esquina, con una idea exprimida de menos, una coma de más, una mueca socarrona en la comisura de la boca, una arruga más en la frente, un lugar menos en el que estar.

Sembró el suelo con cientos de folios sin numerar, retando a su propia intelectualidad, a su desordenada voluntad de no colaborar en la absurda consecución de un lugar agradable para permanecer, que no vivir, puesto que él ya no vivía, hacía tiempo que había dejado de hacerlo, sobreviviendo a cada día un poco menos, apagándose cada noche un poco más.

En la pequeña habitación en la que el reloj nunca marcaba la hora exacta ni el calendario acertaba en qué mes se encontraba, en la que todo estaba perdido, donde nunca había nada en su sitio, deslizó las puntas de los dedos recorriendo las teclas de la vieja máquina de escribir que había logrado enmudecer a base de palabras malsonantes y frases melancólicas que la traían por senderos de locura en los que olvidaba las vocales y todo lo hacía rimar, la pobre máquina, que miraba con recelo el objetivo que dormitaba en una esquina, que gustaba de pintar la realidad más hermosa de lo que era, atrayendo ávidas miradas esperanzadas queriendo encontrar en las imágenes captadas los resquicios de aquel lugar mejor al que soñaban pertenecer todas las noches.

Aquella madrugada se descubrió a sí mismo durmiendo con su soledad, desayunando en una constante ceguera olfativa, paladeando por igual el agua o el café, o cualquier otra sustancia vertida de una amable botella vulgar, obligada a vaciarse, a servir ya solo de casa al aire.

Así, entre trago y bocanada, entre aire y humedad, la maldijo por tonta y por ciega, por no ser capaz de ver, de predecir, de querer adivinar allí a donde él podía llegar sin ella, que ya ni los puntos necesitaba usar, que todo le salía bien, que él era perfecto, que todos lo sabían menos ella, que era tonta, y ciega, ella estaba ciega y por eso se iba, por que no veía de quién se alejaba y con quién se iba a juntar, se había marchado porque decía que la tenía ciega, amordazada y ciega, y él no lo entendió, o no la quiso entender hasta el mismo momento en que ella se marchó, llevándose tras su taconeo el correteo de los colores de la vida que ahora lo cegaban a él eternamente y sin remedio si ella se iba y solo se dejaba su perfume, para que pudiera olerla, para que creyera que la tenía entre sus manos, enfrascada en un botecito de colonia, de la barata, de la que está de moda, y pudiera añorarla así, evadiendo de su existencia el hueco de su ausencia, rememorando su presencia con unas gotas de aquel odioso aroma.

Ella se fue, se llevó con ella una corbata color pastel, igual a la que él llevaba aquella noche, como recuerdo del nudo al que la tenía atada, justo alrededor de su cuello, y que la obligó a prometerse que nunca más bailaría al son de nadie, solo al de aquel que encontrara nacimiento en su propia garganta. Se llevó la corbata, pues, la corbata con los puntos que adornaban la cordura de aquel hombre que dejaba ciego, y malherido. Ciego, malherido, y loco.

viernes, 10 de octubre de 2008

Nimiedad: óleo sobre lienzo

Avanzaban los días y el caballete se resintió de una cojera de por vida, víctima de instintos íntimos y airados, de ofuscación, renuncia y vuelta a empezar. Un pequeño trozo de cartón raído, reducido a incontables dobleces hizo las veces tanto de muleta para el maltrecho caballete como de desencadenante y directo causante de largos manchones de pintura que emborronaban el lienzo cuando el danzarín cartón decidía abandonar su cargo bajo la defectuosa pata y se unía al silencioso bailoteo del polvo, constante, de un lado a otro, acentuando la perpetua alergia del descuidado pintor.

Avanzaban los días, el caballete se resentía de una cojera de por vida, y el lienzo dormitaba en una esquina de la estancia, donde la oscuridad disimulaba los inmensos manchones e innumerables borrones que lo poblaban. El tiempo obligaba al pintor a seguir viviendo, pero no a seguir pintando. Consecuente con su vocación, con su propia naturaleza, el pintor ancló en su mente la imagen del rostro que despertó de nuevo su ya jubilada inspiración y volvió a desear captar el brillo de unos ojos en un lienzo. El pintor quería pintar y no podía. Quería pintar pero no encontraba la luz adecuada, ni la tonalidad precisa del aterciopelado de aquella aperlada tez, tampoco encontró el negro perfecto para las pestañas, ni el suficiente carmesí de unos labios.

Así, falto de la necesaria vitalidad y perseverancia que en su juventud había derrochado, abandonó el lienzo a una base de oscuros brochazos, y en un día gris, añadió tres o cuatro pinceladas de un verde amarillento que destinaban la obra a un mejor destino de naturaleza muerta. La vida ya no corría por sus venas, ni tampoco la capacidad de reflejarla se deslizaba por entre sus dedos, transmitiéndola al compás al pincel encargado de hacer visible a los demás lo que solo la experimentada mirada del pintor era capaz de ver. Ciego por tanto, tanto a la vista como al tacto, se descubrió nadando en una de las viejas botellas de cualquier tinto vulgar que guardaba en uno de los muchos rincones del estudio, rescatando el paquetito de puros de la primera y última boda a la que se había dignado a presentarse, aunque solo fuese por motivos de trabajo. Aquella noche, mientras realizaba el retrato de la feliz pareja de recién casados, ocultando el alcohol y subrayando el entusiasmo de ambos entre los hilos del lienzo, sintió cómo una parte de su alma quedaba hecha añicos para siempre y supo que nunca jamás volvería a ser capaz de pintar.

Nimiedades de la vida, el pintor vendió su alma al diablo y ahora la quiere recuperar. ¿No sabes ya acaso, pintor, que todo aquello que se da, nunca jamás se vuelve a recuperar? Alguien se atrevió a preguntarle una vez.

- Pantomimas, - acostumbraba a divagar en voz alta en la soledad y el silencio del estudio - mi alma se ha caído en una botella y no la logro encontrar. Mi alma no la tiene el diablo, él no la quiere para nada. Nadie dijo nunca que el diablo pintara…

martes, 27 de mayo de 2008

Bob

Bob me dijo una vez que llegaría el día en que, al fin, dejaría de preguntar y comenzaría a comprender. Le gusta alardear de su alto nivel de conocimientos, le encanta dejarme perpleja ante la elocuencia de sus palabras. Por instantes deja de temblar y removerse para quedarse quieto, frente a mí, atento a mi expresión, a mi pausada respiración y es entonces, cuando la lluvia estrepitosa calma su ira contra mi ventana, cuando la tormenta, envalentonada, se pelea con el cielo, cuando Bob encuentra el momento perfecto para acomodarse junto a mí, con su mirada clavada en mi nuca, a la espera de que, por fin, ceda a sus silenciosas llamadas de atención y me gire para contemplar el alargado de su sombra desparramarse sobre la carcomida pintura de la pared de la oscura habitación donde entierro mis horas a traición. Así, y sin mas compañía que la que la suma de dos soledades puedan mutuamente brindarse, Bob despliega todo su magnetismo y comienza su momento, su tiempo. Ese tiempo en el que agudiza sus sentidos para opacar los míos, en el que enerva sus ansias y las coloca como obstáculo a las mías, que, dócilmente, se relajan a merced de su voluntad.

Es Bob quien maneja mis hilos en esos instantes, es Bob quien, de forma consciente y deliberada, juega con mis miedos e ilusiones, manteniéndolos en una constante agonía para, justo en el último momento, el de la despedida, liberarlos sobre la mullida red que supone su sonrisa, cómplice, que se dibuja en su cara. Como todas esas tardes de lluvia y tormenta.

Bob me dijo una vez que llegaría el día en que, al fin, entendería el misterio oculto tras sus enormes ojos.

Ah, ¡Bob! Ese pequeño gato negro te puede jugar malas pasadas… puede hacerte creer en los sueños, le gusta contar historias de fantasmas…