domingo, 26 de septiembre de 2010

Se había cortado el pelo y de pronto tenía ganas de llorar, bostezamos a la vez pero todo estaba lleno de sangre y ya no había heridas curando que rascarse.

domingo, 19 de septiembre de 2010

algún día

Las vi desde el cristal repitiendo el cansado gesto de aquella despedida. Adiós, adiós, hasta luego, hasta mañana, adiós. Las observé despacito y con cuidado. Entendí. Y entonces tuve miedo. Deseé que el zumo que habitaba mi estómago en aquel momento hubiera sido más que eso, más que fruta martirizada y algo fuerte anidara entre las venas y oscureciera el pensamiento y me mantuviera exenta de la realidad. De ellas, del adiós, del tiempo que se muere a cada paso, de despedirme, de estar solamente para que luego alguien te eche de menos, de dejar de ser.

Volví sola a casa.

Joder, pensé, no quiero tener que llorarte algún día.

lunes, 6 de septiembre de 2010

barroco

Se colocó el pantalón cómodamente en la cintura e hizo un ademán de toser, pero no tosió. Empujó las gafas sobre su nariz, hacia arriba y hacia el centro, y acortó a la vez los centímetros que el papel áspero distaba de su cara, movimientos ambos, aunque francamente efectivos en sí mismos, contradictorios y contraproducentes sumandos el uno al otro, como era la situación aquella, mañana lluviosa, café en la blusa, uñas sin pintar, algo perdido, algo por hacer, algo que tirar, algo que recordar.

Primer día de tantos y no volvería a llegar tarde, que la premura no era cualidad tangible impresa en su carácter no era necesario que todos lo supieran, y menos aún que las ojeras delataban pesadillas firmadas con su nombre y que ahora solo repasaba las necrológicas diarias en busca de la ausencia que cerciore que perdura la existencia. Levantó la vista y ojeó el cuarto. Me estoy volviendo barroca, pensó, pero en palabras decimoséptimas, grandiosas y recargadas, inmensas. Probó a embadurnar la mancha con una pizca de saliva, yermo el intento, perdidas ya todas las composturas en su nueva soledad, se cambió de camisa con rapidez dejando tres botones sin abrochar, los tres primeros, o los tres últimos, según desde dónde uno comenzara a contar.

Contempló en el espejo el retazo de su piel que regalaba a la vista. Alborotó el pelo y se volvió a colocar las gafas. Apuntó antes de salir:

Que mi ombligo tiene también aristas, cariño.

Y ya sé que a ti lo que te gustan son las curvas.”