martes, 24 de noviembre de 2009

m i e n t e

Miente, o dientes abriéndose paso tras la encía, lecciones olvidadas antes de ser aprendidas, al fin y al cabo siempre es el mismo el final, concordancia repetida de esas formas envejecidas, como se envejece la plata, como bellas arrugas surcando la frente.

Adivina, o sopla el jabón y conviértelo en arco iris, miente, miénteme de nuevo y repite que es cierto que me quieres, tan cierto como que la verdad no existe, como que la vida es relativa, tan cierto como que todo es falso, tan falso como tu sonrisa, y las caras que pones cuando me miras, como una mentira de las tuyas, como ese afecto, tuyo.

Latinismo barroco se forma entre tus labios, cultismo extraño, obtuso, lentes de lejos, ceguera de cerca, galletas rotas por doquier. Las migajas de una historia que pica, como comer entre las sábanas, como prenda por estrenar, como…

Orden acaecida entre mis brazos, hazlo, sígueme, vete, márchate, come, déjalo, imperativo simple y sin reflexión, miente y hazme creer que dices la verdad, pues es ahí donde va a residir la esencia de tu existencia, mezclada a veces con la mía, sin querer, fuera el desparpajo, dentro la intención… Vete, dije aquella vez…

Aunque hoy tan solo te digo…

m i e n t e.

lunes, 19 de octubre de 2009

Cucú

A nuestras espaldas, el cielo amaneciente se teñía de un color encendido, convirtiendo nuestro mundo en poco más que un metal candente, desparramando su rojo entre las moribundas nubes, chorreantes de carmín, deslustrando el paisaje, atormentando la habitación, oscureciendo el albor taciturno.

Entre la penumbra, tu silueta ennegrecida ensombrecía la lobreguez de la sala, donde solamente unos ojos brillaban feroces, tus ojos, de espléndido animal templado, ferocidad en círculos concéntricos, fijos en aquel sofá enmohecido donde reposaban mis huesos destrozados, postura incómoda, viejo mueble, miedo meciendo instintos, ave rapaz al acecho, rotundos, tus ojos.

Esta no es forma de acabar”, acerté siquiera a pronunciar.

Silencio opaco en el que solo dos esferas se iluminaban, seguro advirtiendo mis propios temblores, agravados aún más tras los vanos intentos de ocultártelos, pequeña, inmunda mi figura, malograda ficción de vida autónoma.

Cucú. El maldito animal leñoso teñido de azul océano, expulsado de las entrañas de mecanismos de aquel estúpido reloj, engranando piezas, manecillas huecas, relampagueaba tu indiferencia cada dos segundos, trinando minutos hermanados, cucú, retumbando en mis tímpanos irritados, cucú, pestañeando con unísono ritmo, perfección la tuya, la suya. Cucú, proseguía, perdí la cuenta de las horas, eternas, infinitas ya, moribundo silencio, pregunta sin respuesta. Cucú y ya no paraba, sonreías, podría jurar que lo hacías, maldad espléndida y perversa, sabiéndome perdida en el laberinto escorzado del piar repetido. Eco estruendoso, cucú...

Resignación, al fin y al cabo, el infierno no debería estar demasiado lejos.


martes, 19 de mayo de 2009

el elefante

Me tocó dos veces seguidas en la rodilla con su pequeño puño, como si llamara a una puerta, y esperó. Hice a un lado el libro que paseaba entre las manos y le miré. Me acercó despacio el pequeño elefantito verde que transportaba entre los brazos de la misma forma en la que se coge a los bebés. Le habíamos cosido un mal disimulado parche en una de sus patas hacía unas semanas, pues el esponjoso contenido parecía querer rebosársele y de nuevo, algo ocurría con el inerte animal verde.

El pequeño me tocó en la pierna otra vez y me rogó con los ojos que lo cogiera en brazos. Lo alcé del suelo y se agarró a mis manos, suplicando. Nos acariciamos el pelo mutuamente, como un intenso ritual, transmitiendo pensamientos. Ahora mi mano olía a yogur de fresa y a miel, y su pequeña naricita se coloreaba del rosado de sus mejillas, a la vez que yo le sonreía.

Llevaba el peto mal abrochado y uno de sus tirantes colgaba tras su espalda, revoltoso. Compuse su vestimenta con calma, mientras él analizaba todos los movimientos de mis manos. Se estiró, aún sentado en mis rodillas, y me tocó otra vez, ahora en la cara. Entendí su apremio y me dirigí al elefantito verde que yacía boca abajo en el sofá. Uno de los botones que componían su mirada se vio vencido por la gravedad y amenazaba seriamente con desprenderse del resto del cuerpo para siempre.

Seguía aún sentado en mis rodillas a la vez que cosía. Estaba muy quieto y contenía la respiración. Su pelo emitía destellos rubios mientras yo apoyaba la barbilla dulcemente en su cabeza, aspirando su olor cambiante, ahora mezcla de canela y azahar. Le devolví el elefante con cuidado y los dos nos recostamos hacia atrás en el asiento, liberados tras resolver con éxito aparente la animal urgencia.

Mientras se quedaba dormido en mis brazos, los ojos azabache del elefantito le delataron. En su brillo reflejaba una lágrima del niño que sufría por la enfermedad de su pobre animal. Le sequé los mofletes aún cuando cabeceaba adormilado agarrado a mi jersey, apretando fuerte el elefante contra su corazoncito...




viernes, 13 de febrero de 2009

jabón

La inspiración dormitaba entre las pompas de jabón que una niña liberaba a una muerte predestinada. A una explosión de escozor y lástima, a un volver a hinchar sus mofletes del aire que las rellenaría, gorditas, redondas, perfectas, soñando con un obstáculo en su camino que convirtiera su volumen en un tímido pop, y vuelta a empezar otra vez. El agua parecía encontrar su origen en aquel tubo de un solo color, donde residía el material del que se construyen los sueños.

Me la quedé mirando unos instantes que se me antojaron breves, pero que ella debió sentir eternos, incómodos, porque dirigió uno de sus arrebatos de aire hacia mi, señalándome casi con el instrumento redondeado que transformaba el jabón en pompa y el agua en color.

Volví a la realidad, o eso pensé que había ocurrido, cuando un tumultuoso baile esférico se dirigió peligrosamente hacia mi cara. Me eché hacia atrás, esquivándolo, pero no dejé de mirarla. El azul de sus ojos se diluía en el irisado arco iris al trasluz del jabón desde dentro de aquel lugar redondo en el que me había empujado a caer con sus soplidos y todo allí dentro me recordó a ti y tus manías y defectos. Pero también a tu perfume y a tu sonrisa, y al estampado de tu camisa favorita, a tu número de calzado, y a la forma en la que tu pelo gustaba de ondearse. A aquel instante en que tu mirada rozó la mía y solo sentí entonces un clavo ardiendo en la retina que no era más que tu pupila, pequeñita, contraída ante la luz de mis pestañas, hipnotizando uno al otro, sabiendo la boca a miel y olor a fruta en el ambiente. Después de aquello el antes siempre era distinto al después y tus ojos nunca volvieron a ser del mismo azul. Como los de aquella niña.

Rocé una pompa con la mano. Estiré los dedos, queriendo tocarlas sin matarlas, sabiéndolo imposible, intolerable. Sentí su redondez posada en mi palma, su humedad mojarme la piel. La pegajosidad se extendió deprisa y froté una mano contra la otra, esparciéndola. Recordé otra vez. El pegamento de tus manualidades. Tus manos manchadas de carboncillo. El abrigo de tus brazos. La hora en punto a la que quedé contigo. Tu mirada a través de una pompa de jabón…

viernes, 2 de enero de 2009

sinpensar

Acercó las manos a la cara, borró con ellas el espanto. Elevó los ojos al cielo, contuvo así el llanto. Desanudó la corbata color pastel, liberó los botones de la camisa de la prisión de los ojales. Tiró la americana al suelo, imprimió su huella descalza en las baldosas. Manchó la pared con insultos, amordazó las fotografías para que no hablaran, para que callaran por siempre aquel pasado que le gritaban a la cara, ahora que estaba solo, ahora que ella no iba a volver. Arrugó el traje sentándose en el suelo, asustó a los vecinos riéndose a carcajadas.

Se obligó a sí mismo a desafiar a los puntos y seguidos usando las comas, haciendo frases largas como laberintos enrevesados, acechando la muerte en cada esquina, con una idea exprimida de menos, una coma de más, una mueca socarrona en la comisura de la boca, una arruga más en la frente, un lugar menos en el que estar.

Sembró el suelo con cientos de folios sin numerar, retando a su propia intelectualidad, a su desordenada voluntad de no colaborar en la absurda consecución de un lugar agradable para permanecer, que no vivir, puesto que él ya no vivía, hacía tiempo que había dejado de hacerlo, sobreviviendo a cada día un poco menos, apagándose cada noche un poco más.

En la pequeña habitación en la que el reloj nunca marcaba la hora exacta ni el calendario acertaba en qué mes se encontraba, en la que todo estaba perdido, donde nunca había nada en su sitio, deslizó las puntas de los dedos recorriendo las teclas de la vieja máquina de escribir que había logrado enmudecer a base de palabras malsonantes y frases melancólicas que la traían por senderos de locura en los que olvidaba las vocales y todo lo hacía rimar, la pobre máquina, que miraba con recelo el objetivo que dormitaba en una esquina, que gustaba de pintar la realidad más hermosa de lo que era, atrayendo ávidas miradas esperanzadas queriendo encontrar en las imágenes captadas los resquicios de aquel lugar mejor al que soñaban pertenecer todas las noches.

Aquella madrugada se descubrió a sí mismo durmiendo con su soledad, desayunando en una constante ceguera olfativa, paladeando por igual el agua o el café, o cualquier otra sustancia vertida de una amable botella vulgar, obligada a vaciarse, a servir ya solo de casa al aire.

Así, entre trago y bocanada, entre aire y humedad, la maldijo por tonta y por ciega, por no ser capaz de ver, de predecir, de querer adivinar allí a donde él podía llegar sin ella, que ya ni los puntos necesitaba usar, que todo le salía bien, que él era perfecto, que todos lo sabían menos ella, que era tonta, y ciega, ella estaba ciega y por eso se iba, por que no veía de quién se alejaba y con quién se iba a juntar, se había marchado porque decía que la tenía ciega, amordazada y ciega, y él no lo entendió, o no la quiso entender hasta el mismo momento en que ella se marchó, llevándose tras su taconeo el correteo de los colores de la vida que ahora lo cegaban a él eternamente y sin remedio si ella se iba y solo se dejaba su perfume, para que pudiera olerla, para que creyera que la tenía entre sus manos, enfrascada en un botecito de colonia, de la barata, de la que está de moda, y pudiera añorarla así, evadiendo de su existencia el hueco de su ausencia, rememorando su presencia con unas gotas de aquel odioso aroma.

Ella se fue, se llevó con ella una corbata color pastel, igual a la que él llevaba aquella noche, como recuerdo del nudo al que la tenía atada, justo alrededor de su cuello, y que la obligó a prometerse que nunca más bailaría al son de nadie, solo al de aquel que encontrara nacimiento en su propia garganta. Se llevó la corbata, pues, la corbata con los puntos que adornaban la cordura de aquel hombre que dejaba ciego, y malherido. Ciego, malherido, y loco.