jueves, 28 de enero de 2010

Las cosas son así,

TE
FUISTE
Y
ME
DEJASTE
AQUÍ,
APUNTANDO
TU
AUSENCIA
EN
LA
LISTA
DE
LA
COMPRA.

lunes, 4 de enero de 2010

tri-

Allí, en la vigésimo novena de las páginas, como si quisiese indicar algo en particular, más que la triste reminiscencia de cualquier pasado, reencontró mucho de aquello que ya creía tener olvidado, pegado en el cuarto párrafo, con el tallo seco apuntando hacia la izquierda, un trebolcito de tres hojas yacía muerto entorpeciendo su lectura. Como si ella le hubiera arrancado la cuarta el día en que se marchó, si es que acaso el pobre la hubiera tenido desde un principio. Nunca encontró la gracia que ella sí parecía experimentar al coleccionar – si es que esa puede ser la palabra adecuada, coleccionar – pequeños tréboles de tres hojas, sin molestarse si quiera en buscar uno de cuatro, como parecía hacer la gran mayoría de la gente. Claro que ella era un “no soy como la otra gente” constante, así que impasible desraizaba las pobres plantas y las metía entre sus libros, sin más fin que el de olvidar dónde las tenía después, para aportar una pequeña alegría en un posible inesperado reencuentro. Si hubiera una leyenda que llevara su nombre, se diría de ella allí que, de obstinada como era, hubiera arrancado la cuarta hojita al suertudo trébol, “es un trébol, y trébol, como su propio nombre indica proviene de “tri” y “tri” son tres”, y adiós a la buenaventura verde, que aquello no sería jamás un “cuábol” – “cuatríbol”, “tetrábol”, era también costumbre suya inventar vocablos y hacer como si nada – sino un trébol, como Dios manda.

Más aún, aquel reencuentro suyo con el manchurrón verde del cuarto párrafo no trajo la alegría de que ella solía bañar momentos como aquellos, sino un angosto despertar de la conciencia y el olvido. Aunque todo hubiera sido mentira y olvidar, por muy diferente que uno se empeñe en separarlo de perdonar, siempre fuera no más que pura hazaña de la inventiva, y cosas como mordisquearle suavemente el borde de la oreja, para despertarla, o hundir la cara entre su pelo, desperezándose, con ese olor tan suyo a melocotón, o a esas cosas dulces y pegajosas que comen los niños… como a piruleta, pero mejor sin embargo; como si tratare de, al perfumarse, atraer de nuevo aquel olor a la niña que ya no era, que no volvería a ser, y adquiriera por el contrario ese olor almizclado atrayente, casi como el sonrosado de sus mejillas con el frío, pudieran ser capaces de borrársele jamás de la curtida memoria.

(...)