lunes, 11 de julio de 2011

treinta cero cinco

La lluvia sembraba acuáticas desidias en aquel asfalto, mezcla de cloaca y calor, de quemazón y podredumbre impropios de lugares fértiles y fáciles como era ese. La humedad tupía las medias y acorralaba la piel, haciendo costoso el respirar, tan dispensable como vivir. La luz intermitente palidecía los rostros, aquellos que nos miraban.

“No mires al suelo”, me decía, y se aferraba a mi mano con la misma ceguera con la que un mosquito va a morir a un parabrisas, pero era cálido, sin embargo él era cálido y apacible y a mí no se me ocurrían más que fealdades, más que cosas horribles que decirle, que contarle y proponerle, más que sitios oscuros y harapientos a los que llevarle, senderos inhóspitos que enseñarle y acogerle en aquel ego negro, insensato, al que tendía su mano cálida, que abrazaba los dedos y las penas.

Por qué tienen tanto miedo, si quizás fuera mejor eso, mejor cualquier otro modo que no aquel por el que la brisa venía a reírse en tu cara, en aquel rostro que algún día quiso ser tu cara, la cara de tu alma, y que ahora se deformaba en rastrojos que trataban escorzados de ser aquello que en su día quisiste pero no pudiste, como aquella pobre paloma cuya ala izquierda aún señalaba al sur, empinada al cielo en el que debía estar, tambaleándose con el viento, imitando el vuelo que ya jamás, inerte, pegada a la carretera, emprendería.

No mires al suelo y yo nos imaginaba besándonos mientras los demás huían.