lunes, 19 de octubre de 2009

Cucú

A nuestras espaldas, el cielo amaneciente se teñía de un color encendido, convirtiendo nuestro mundo en poco más que un metal candente, desparramando su rojo entre las moribundas nubes, chorreantes de carmín, deslustrando el paisaje, atormentando la habitación, oscureciendo el albor taciturno.

Entre la penumbra, tu silueta ennegrecida ensombrecía la lobreguez de la sala, donde solamente unos ojos brillaban feroces, tus ojos, de espléndido animal templado, ferocidad en círculos concéntricos, fijos en aquel sofá enmohecido donde reposaban mis huesos destrozados, postura incómoda, viejo mueble, miedo meciendo instintos, ave rapaz al acecho, rotundos, tus ojos.

Esta no es forma de acabar”, acerté siquiera a pronunciar.

Silencio opaco en el que solo dos esferas se iluminaban, seguro advirtiendo mis propios temblores, agravados aún más tras los vanos intentos de ocultártelos, pequeña, inmunda mi figura, malograda ficción de vida autónoma.

Cucú. El maldito animal leñoso teñido de azul océano, expulsado de las entrañas de mecanismos de aquel estúpido reloj, engranando piezas, manecillas huecas, relampagueaba tu indiferencia cada dos segundos, trinando minutos hermanados, cucú, retumbando en mis tímpanos irritados, cucú, pestañeando con unísono ritmo, perfección la tuya, la suya. Cucú, proseguía, perdí la cuenta de las horas, eternas, infinitas ya, moribundo silencio, pregunta sin respuesta. Cucú y ya no paraba, sonreías, podría jurar que lo hacías, maldad espléndida y perversa, sabiéndome perdida en el laberinto escorzado del piar repetido. Eco estruendoso, cucú...

Resignación, al fin y al cabo, el infierno no debería estar demasiado lejos.