jueves, 30 de diciembre de 2010

insomnium

Dígame usted que nadie osó jamás desafinarle al oído como yo hice anteayer, con el correspondiente escalofrío vertebral que acerté a besarle después.

Quién sabe, a lo mejor se lo han dicho alguna vez, así, al abrigo de las cinco de la madrugada, con ojeras y paracetamol, pero nadie sueña con usted como mi insomnio.

domingo, 26 de diciembre de 2010

forma, formae

Y si se nos acaba el amor... pues tendremos que querernos de otra forma.

martes, 7 de diciembre de 2010

la moqueta

No había apenas rastro de ángulos obviados, la esquina aturdía el encrespado natural de los nervios, el golpe con la mesa le dolía. Subió las escaleras con cierta desgana, tras girar el pomo de la puerta el mismo silencio abrigaría la estancia, áspero, y su piel empezaba a mostrarse reacia al lugar. Vio, sin quererlo, el parquet oscurecido en dos peldaños, como sangre tiñéndolo, como cuando, de niño, despertaba en plena noche, sangrando la nariz, y dejaba su rastro en el suelo, a tientas en busca del pomo de la puerta. Siempre el pomo tenía que tener algo que ver, única forma de salir de la jaula, girar y después tirar, sencillo, si uno lograba asirlo con la suficiente valentía. ¿Por qué no le estaría esperando? La decoración supuraba añeja ostentosidad, incluso el papel de las paredes parecía desprenderse de ellas con vanos alardes de gloria, inmundo, mohoso sin querer verlo. Este lugar da asco, por qué querría que nos viéramos aquí, por qué no me está esperando. Dónde está. El suelo crujió, sucumbiendo a su peso levemente, aullido acallado en aquel pasillo enmoquetado. “Su hijo tiene asma, señora” había sentenciado el médico, algo querría decir aquel señor encorbatado, completamente estirado, a la vez que sonreía de aquella forma a su madre. Memorizó los nombres de 15 huesos de la cartulina brillante pegada en la pared. “¿Y es grave eso, doctor? Desde que su padre se marchó yo… yo no sé qué hacer con él.“ Clavícula, húmero, radio, cúbito, carpiano, metacarpiano, falange, clavícula. “Yo podría ayudarte si quisieras, Aurora, tan solo si…”. Respirar a veces se tornaba dificultad, y, cuando se mudaron, enmoquetaron el salón y tres cuartas partes más de la casa, “prescripción médica, cariño”, decía mamá. La hubiera abofeteado con gana si la hubiera tenido delante, dónde estás, donde éstas, he venido a buscarte, pero no estás y he venido y ya eres necesidad, pequeña, mi pequeña, ven, dime dónde estás. Más tarde descubrió que aquel hombre no lo quería matar. No tanto. Pero su enfermedad firmaba el cobijo entre los brazos de mamá al menos algún mes más, y a veces, eran necesarias según qué tipo de trampas.

Dónde está, dónde está. Pensaba. Gritaba en silencio, no podía ver ya nada en aquella espesa oscuridad. Dónde está, me molesta esta humedad, dónde está, es tarde, es tarde, estoy cansado, no puedo caminar. Dónde estás intentaba susurrar, clavícula, húmero, radio, cúbito, carpiano, sedienta la lengua pegándose al esmalte de la dentadura, metacarpiano, falange, clavícula, dónde estás agachado, clavando dedos en la moqueta, dónde estás, arrancándola del suelo.

martes, 23 de noviembre de 2010

Q

Quién es qué. Qué acaricia cómo. Cómo mira dónde. Y tomaba vino y hundía la mano entre las piernas. Por qué, decía, siempre, por qué. Fumaba, también.

martes, 2 de noviembre de 2010

panegírico. dos-once-diez.

Sí, claro. Al igual que desde los inicios de los tiempos. Aunque jugaran al mismo juego, alguien había de perder. Cómo dudarlo. Retumbaba. Algo retumbaba aunque no podía distinguir qué. Qué. Tañido arañando el pelo. Cómo. Soliloquio extenso, parsimonia abrazándole los dedos de los pies, lamiendo estos a su vez las baldosas frías, heladas. Tibieza abandonando, por y para siempre. Replicó, atizó los puños contra la puerta, astillados dedos y madera. El órgano mudo lanzó su estaño a responderla, a fuera llovía a homicidios cobijados bajo la noche, agravante, aplíquelo usted que sabe, que le negó el beso de despedida, aquel que despertaría las lágrimas y la conciencia. Nada de aquello que permanece tras la derrota merece ya la pena. Córtenle la cabeza, habría dicho alguien. Máxima traición, maldito el bucle de su pelo que no era capaz ya a recordar. De súbito, imploró, solo arrodillarse restaba entonces.

Que no son ellos gritó a las sombras. Que no son ellos. Que se van. Que somos nosotros. Silencio. Que les dejamos ir.

jueves, 7 de octubre de 2010

Aquí solo un extracto

Nuestro perro ha dicho miau, y ha sido un miau muy grande...


"Ella tenía catorce años. Salió llorando de casa después de que su madre la echara a base de meriendas edulcoradas y castigos inútiles. Llamó al tercero y subió. Cerró la puerta con un golpe delicado, pero lo suficientemente fuerte como para que su abuela supiera que estaba ya dentro, se sorbió la nariz en silencio. Olía a macarrones y a sal, a aquel aroma intenso y salado que desprende la piel envejecida, aunque su abuela aún se pintaba los labios para ver las telenovelas y compartía con ella sombras verdosas de ojos sin que su madre lo llegara a saber nunca. “A batallar, pequeña”, le decía siempre, “a batallar mi pequeña”. Tenía que haber decidido morirse a la mañana siguiente, como se mueren los periquitos cuando se les echa de menos. Dejándote sola, dejándote sin. “Raro”, había pensado, “si tenía magdalenas recién hechas”

- ¿Por qué me cuentas esto? Quiero decir, qué motivo hay- Alicia, con su abuela latiéndole entre las sienes, había conseguido mostrarse ante él como un gato panza arriba se defiende del elefante.

- Porque es importante, necesitamos luchar para sentirnos vivos. La antítesis es el motivo de nuestra existencia. Sino dime qué sería de Blancanieves sin la bruja de la manzana, a nadie le importaría la historia de otra princesa salvada. A mí me basta saber que existes para pelear, aunque nunca te hubiera conocido sería lo mismo. Necesitaría saber que existes en algún lugar para tener un motivo, mi motivo, para despertar cada día. Solo quería que lo supieras, no espero nada, solo sentirme mejor, porque he tenido la suerte de conocerte, de no vivir con la esperanza de un “tú”, sino de tenerlo ante mis ojos ahora."

- Lázaro Suárez y Noviembre

domingo, 26 de septiembre de 2010

Se había cortado el pelo y de pronto tenía ganas de llorar, bostezamos a la vez pero todo estaba lleno de sangre y ya no había heridas curando que rascarse.

domingo, 19 de septiembre de 2010

algún día

Las vi desde el cristal repitiendo el cansado gesto de aquella despedida. Adiós, adiós, hasta luego, hasta mañana, adiós. Las observé despacito y con cuidado. Entendí. Y entonces tuve miedo. Deseé que el zumo que habitaba mi estómago en aquel momento hubiera sido más que eso, más que fruta martirizada y algo fuerte anidara entre las venas y oscureciera el pensamiento y me mantuviera exenta de la realidad. De ellas, del adiós, del tiempo que se muere a cada paso, de despedirme, de estar solamente para que luego alguien te eche de menos, de dejar de ser.

Volví sola a casa.

Joder, pensé, no quiero tener que llorarte algún día.

lunes, 6 de septiembre de 2010

barroco

Se colocó el pantalón cómodamente en la cintura e hizo un ademán de toser, pero no tosió. Empujó las gafas sobre su nariz, hacia arriba y hacia el centro, y acortó a la vez los centímetros que el papel áspero distaba de su cara, movimientos ambos, aunque francamente efectivos en sí mismos, contradictorios y contraproducentes sumandos el uno al otro, como era la situación aquella, mañana lluviosa, café en la blusa, uñas sin pintar, algo perdido, algo por hacer, algo que tirar, algo que recordar.

Primer día de tantos y no volvería a llegar tarde, que la premura no era cualidad tangible impresa en su carácter no era necesario que todos lo supieran, y menos aún que las ojeras delataban pesadillas firmadas con su nombre y que ahora solo repasaba las necrológicas diarias en busca de la ausencia que cerciore que perdura la existencia. Levantó la vista y ojeó el cuarto. Me estoy volviendo barroca, pensó, pero en palabras decimoséptimas, grandiosas y recargadas, inmensas. Probó a embadurnar la mancha con una pizca de saliva, yermo el intento, perdidas ya todas las composturas en su nueva soledad, se cambió de camisa con rapidez dejando tres botones sin abrochar, los tres primeros, o los tres últimos, según desde dónde uno comenzara a contar.

Contempló en el espejo el retazo de su piel que regalaba a la vista. Alborotó el pelo y se volvió a colocar las gafas. Apuntó antes de salir:

Que mi ombligo tiene también aristas, cariño.

Y ya sé que a ti lo que te gustan son las curvas.”

lunes, 30 de agosto de 2010

y qué te parece si me mimas un rato

domingo, 11 de julio de 2010

El tomo azul

Se despertó entre sollozos. No había pesadillas, ni sueños felices, ni nada, ni siquiera algún atisbo fugaz de inquietantes imágenes oníricas que recordar en algún momento perdido del día. Nada. Hacía tiempo que dormir era morirse noche tras noche, y acabó de lloriquear alisando contra la pared, de rodillas, la página que la madrugada anterior había arrancado de entre las entrañas del tomo azul. La alisó con extremo cuidado, tanto, que casi se asustó. Recordó en ese momento cómo la había cogido aquel día, uno de tantos, cómo había agarrado sus hombros y la había atraído hacia sí mientras ella agachaba la cabeza y luchaba por librarse de sus manos, cómo acariciaba su cara con extraña violencia contenida, cómo la cogía por la cintura como si fuera un tiesto de un geranio, o una botella de agua, y cómo ahora acariciaba dulcemente la hoja de papel marchita, sin que ello implicara menos sentimiento, o menos amor, ni siquiera menos deseo. Quizás si hubiera aprendido a tratarla como trataba a los libros, quizás si aquel día se hubiera agachado a recogerle el pendiente, si la hubiera besado tiernamente en la mejilla, si le hubiera dicho que la quería, que la deseaba, no, que la necesitaba, eso, que la necesitaba. Pero no. Ella se retiró y le gritó y le recordó todo lo que hacía mal y él la instó a que se fuera, si tanto mal le hacía, que se fuera. No la conocía. Así no se coge a una mujer, le había dicho una vez. Qué sabrás tú acaso de cómo se coge a una mujer, pensó en el momento. Merecido se lo tenía, si no lo hubiera pensado, si la hubiera tratado bien, si la hubiera escuchado, si la hubiera cogido como la tenía que coger, tocado como la tenía que tocar, escuchado al menos. No, no, aquellos libros eran valiosos, y bonitos, eran bonitos y no les hacía falta carmín. Se maquillaba, para qué lo haría, para él quizás, si le hubiera preguntado, quizás.


Una mañana, estrenaba una camiseta con un estampado discreto de pequeñas florecillas beige en un fondo negro. Ella le había dicho que era beige y no marrón, beige. Echaba los hombros de la prenda hacia atrás, recortando el escote y colocando las holguras en su sitio, allí donde correspondían, justo donde su cuerpo estrechaba, marcando más las curvaturas, los inicios y los fines. Estaba guapa aquella mañana, se había recogido el pelo con desgana, solo ella lo sabía, lo de la desgana, pero le había quedado un marco bonito para su cara, acentuando la barbilla y marcando los ojos. No se había pintado los labios –ya estaba el carmín en la maleta-, aún así, estaba guapa aquella mañana. A lo mejor si se lo hubiera dicho, estás muy guapa hoy, hoy no, hoy no, estás guapa todos los días solo que yo no te lo digo, pero hoy más. Estás muy guapa. Te queda bien. Me gustan tus labios sin pintar. Y esa camiseta, con las flores marrones, aunque no me gusten las flores. Porque me gustas tú. Y contigo todo lo que te pongas. Quizás. Volveré luego, sobre las tres. Había dicho ella, mientras él intentaba adivinar dónde caería su ombligo entre aquella tela, sobre las tres, de acuerdo, como siempre. Voy a coger la maleta y un par de cosas y me iré.

jueves, 1 de julio de 2010

Y

si esto va a ser una guerra,
empecemos ya con las heridas.

domingo, 27 de junio de 2010

(...)

Debería cortarse el pelo, o recogérselo. Enseñar al mundo cómo el insomnio le carcomía las clavículas. Desmaquillar las ojeras. Enseñar al mundo cómo. Hundir los dedos entre las costillas, indoloro el contacto con la piel, con el órgano mortecino, enjoyarse solo para ganar peso, fumar hasta tener hambre. Matar al nervio a oscuras, sin verle, sin siquiera saber dónde está. Jugarse la vida en el quicio de la puerta. Matar la vida con la propia vida, amordazar el tacto y resbalar. Mirar al cielo y vomitar. Secuestro sin rescate. Y empezar a sangrar.

domingo, 13 de junio de 2010

(...)

Aquellos muertos eran míos, ellos y todas las maldades que en sus vidas habían conseguido imaginar, y las mías. Eran míos, no nuestros, y no supiste verlo, ni hacernos un mísero hueco en el orgulloso abrazo de tu ego, amargo. Velábamos por ti en las noches oscuras, cuando la tormenta voraz se alimentaba del miedo de pequeños insulsos pajarillos arremolinados en cualquier esquina, a la espera del amaine, a la aventura del vivir, y del volar. Y del morir. Eran míos, y no era malo porque no conformaban más que una parte de un pasado de aquella vida que aún nos quedaba por vivir, y maquinaban trastadas mientras dormía. Y además, se merendaban todas mis pesadillas.

domingo, 30 de mayo de 2010

sola

¿Y en el fondo qué más era sino aquello?

Qué no era sino irme de mí un instante, un solo instante para poder dejarte paso, irme de mí, vaciarme, insulsa, inmóvil, inerte, olvidar el propio peso, el propio tacto, el dolor. Silogismo extraño, graznido intenso, muerta el ave vive el odio, irme y dejarte un hueco, pequeño, intacto. Irme de mí y no querer volver, regalarte el cuerpo y tocar tu espalda, arriba, abajo, vértebra a vértebra, por última vez.

Soltar las llaves y marcharse. Dejarlo, dejarte. Irme y no volver. Lamer la herida, aséptica. Sustancia ignífuga contra tus besos, extraño relato en el bolsillo, nudos enredados en el pelo, nunca más, nunca más.

Y si estuve a punto de perderme, que no se note. Que no se sepa, que no sea la sangre quien vaya a delatarme.

Perdón si es que te hice daño. Que nadie después ose esgrimir jamás semejante término aducido sin escollos, perdón, peñasco inútil. Marchita la flor ya no huele a nada. Que vengan. Que me lo nieguen, si acaso aún se atreven.

Algo se retuerce ante el espejo. Otra copa, otra más.

Escojo marcharme. Decido.

Olvidarlo todo y dejarte. Aúlla la curva de la espalda, gustoso cúlmen de la indulgencia, pierde los papeles, eleva el espectáculo. Díselo a todos. Di.

Y si voy a morirme que sea sola. Que no me veas.

sábado, 24 de abril de 2010

l i m ó n

Continuaba bebiendo de aquel vodka con limón exprimido aunque supiera que me iba a sentar mal, al fin y al cabo, comer tampoco me sentaba bien y no por eso iba a dejarme morir de hambre, aunque solo fuera porque el incansable gruñir de las entrañas no me dejara pensar tranquila.

Llené un poco más el vaso y relamí los restos amargos del limón de entre mis dedos, aparté la mesa del salón y me tumbé en el suelo. Las agujetas se esparcían descuidadas por mi cuerpo, cansado de no dormir, y la perra se me acercó, lamiendo las tachuelas brillantes de mi cinturón. La miré en silencio unos instantes y me incorporé, “Peluda, ¿es que no puedes, no sé... morder mis zapatillas o comerte los calcetines, yo qué sé, como hacen el resto de perros del mundo?” Le dije suave, bajito, como suplicando, como quien te mira a los ojos y te pide un abrazo, o un beso, a la vez que señalaba mis pies con aspavientos poco elegantes, en un intento por pedirle que, al menos, alguna de las dos fingiera hacer algo normal entre aquellas cuatro paredes. Si hubiera podido, se hubiera reído de mí sin duda alguna, pero me miró despacio y observó mis pies, como con inapetencia, “claro”, y me recosté de nuevo sobre mi espalda. Intuí sus movimientos y tapé el cinturón tirando del jersey violeta hacia abajo antes de que ella volviera a su entretenimiento, “a saber de qué estará hecho eso, como para que vayas tú ahora a metértelo en la boca...”, pareció entender.

Cerré los ojos solo por no contemplar el blanco techo y ella dio una vuelta sobre sí misma, acomodando después su cabeza en mi barriga, así vista, arremolinada como un niño a mi lado, parecía pequeña para ser un labrador. Noté el peso de su cabeza al relajarse con el vaivén que la respiración producía en mi estómago. Acaricié sus orejas y su pelaje, negro, brillante, devolviéndome a cambio pequeños lametones dulces en los dedos, lo hacía aunque ambas sabíamos que ella odiaba el limón.

Nunca acerté a distinguir si realmente dormía o no, pero creo que aquella vez fue cierto. Mientras, el ácido hacía su efecto en los labios cortados, proporcionándome aquel hormigueo divertido como cuando, al besarme, me mordías.

jueves, 28 de enero de 2010

Las cosas son así,

TE
FUISTE
Y
ME
DEJASTE
AQUÍ,
APUNTANDO
TU
AUSENCIA
EN
LA
LISTA
DE
LA
COMPRA.

lunes, 4 de enero de 2010

tri-

Allí, en la vigésimo novena de las páginas, como si quisiese indicar algo en particular, más que la triste reminiscencia de cualquier pasado, reencontró mucho de aquello que ya creía tener olvidado, pegado en el cuarto párrafo, con el tallo seco apuntando hacia la izquierda, un trebolcito de tres hojas yacía muerto entorpeciendo su lectura. Como si ella le hubiera arrancado la cuarta el día en que se marchó, si es que acaso el pobre la hubiera tenido desde un principio. Nunca encontró la gracia que ella sí parecía experimentar al coleccionar – si es que esa puede ser la palabra adecuada, coleccionar – pequeños tréboles de tres hojas, sin molestarse si quiera en buscar uno de cuatro, como parecía hacer la gran mayoría de la gente. Claro que ella era un “no soy como la otra gente” constante, así que impasible desraizaba las pobres plantas y las metía entre sus libros, sin más fin que el de olvidar dónde las tenía después, para aportar una pequeña alegría en un posible inesperado reencuentro. Si hubiera una leyenda que llevara su nombre, se diría de ella allí que, de obstinada como era, hubiera arrancado la cuarta hojita al suertudo trébol, “es un trébol, y trébol, como su propio nombre indica proviene de “tri” y “tri” son tres”, y adiós a la buenaventura verde, que aquello no sería jamás un “cuábol” – “cuatríbol”, “tetrábol”, era también costumbre suya inventar vocablos y hacer como si nada – sino un trébol, como Dios manda.

Más aún, aquel reencuentro suyo con el manchurrón verde del cuarto párrafo no trajo la alegría de que ella solía bañar momentos como aquellos, sino un angosto despertar de la conciencia y el olvido. Aunque todo hubiera sido mentira y olvidar, por muy diferente que uno se empeñe en separarlo de perdonar, siempre fuera no más que pura hazaña de la inventiva, y cosas como mordisquearle suavemente el borde de la oreja, para despertarla, o hundir la cara entre su pelo, desperezándose, con ese olor tan suyo a melocotón, o a esas cosas dulces y pegajosas que comen los niños… como a piruleta, pero mejor sin embargo; como si tratare de, al perfumarse, atraer de nuevo aquel olor a la niña que ya no era, que no volvería a ser, y adquiriera por el contrario ese olor almizclado atrayente, casi como el sonrosado de sus mejillas con el frío, pudieran ser capaces de borrársele jamás de la curtida memoria.

(...)