domingo, 11 de julio de 2010

El tomo azul

Se despertó entre sollozos. No había pesadillas, ni sueños felices, ni nada, ni siquiera algún atisbo fugaz de inquietantes imágenes oníricas que recordar en algún momento perdido del día. Nada. Hacía tiempo que dormir era morirse noche tras noche, y acabó de lloriquear alisando contra la pared, de rodillas, la página que la madrugada anterior había arrancado de entre las entrañas del tomo azul. La alisó con extremo cuidado, tanto, que casi se asustó. Recordó en ese momento cómo la había cogido aquel día, uno de tantos, cómo había agarrado sus hombros y la había atraído hacia sí mientras ella agachaba la cabeza y luchaba por librarse de sus manos, cómo acariciaba su cara con extraña violencia contenida, cómo la cogía por la cintura como si fuera un tiesto de un geranio, o una botella de agua, y cómo ahora acariciaba dulcemente la hoja de papel marchita, sin que ello implicara menos sentimiento, o menos amor, ni siquiera menos deseo. Quizás si hubiera aprendido a tratarla como trataba a los libros, quizás si aquel día se hubiera agachado a recogerle el pendiente, si la hubiera besado tiernamente en la mejilla, si le hubiera dicho que la quería, que la deseaba, no, que la necesitaba, eso, que la necesitaba. Pero no. Ella se retiró y le gritó y le recordó todo lo que hacía mal y él la instó a que se fuera, si tanto mal le hacía, que se fuera. No la conocía. Así no se coge a una mujer, le había dicho una vez. Qué sabrás tú acaso de cómo se coge a una mujer, pensó en el momento. Merecido se lo tenía, si no lo hubiera pensado, si la hubiera tratado bien, si la hubiera escuchado, si la hubiera cogido como la tenía que coger, tocado como la tenía que tocar, escuchado al menos. No, no, aquellos libros eran valiosos, y bonitos, eran bonitos y no les hacía falta carmín. Se maquillaba, para qué lo haría, para él quizás, si le hubiera preguntado, quizás.


Una mañana, estrenaba una camiseta con un estampado discreto de pequeñas florecillas beige en un fondo negro. Ella le había dicho que era beige y no marrón, beige. Echaba los hombros de la prenda hacia atrás, recortando el escote y colocando las holguras en su sitio, allí donde correspondían, justo donde su cuerpo estrechaba, marcando más las curvaturas, los inicios y los fines. Estaba guapa aquella mañana, se había recogido el pelo con desgana, solo ella lo sabía, lo de la desgana, pero le había quedado un marco bonito para su cara, acentuando la barbilla y marcando los ojos. No se había pintado los labios –ya estaba el carmín en la maleta-, aún así, estaba guapa aquella mañana. A lo mejor si se lo hubiera dicho, estás muy guapa hoy, hoy no, hoy no, estás guapa todos los días solo que yo no te lo digo, pero hoy más. Estás muy guapa. Te queda bien. Me gustan tus labios sin pintar. Y esa camiseta, con las flores marrones, aunque no me gusten las flores. Porque me gustas tú. Y contigo todo lo que te pongas. Quizás. Volveré luego, sobre las tres. Había dicho ella, mientras él intentaba adivinar dónde caería su ombligo entre aquella tela, sobre las tres, de acuerdo, como siempre. Voy a coger la maleta y un par de cosas y me iré.

jueves, 1 de julio de 2010

Y

si esto va a ser una guerra,
empecemos ya con las heridas.