martes, 17 de mayo de 2011

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En fin. Por aquellos años le resultaban a uno ambos conocidos, aunque no es seguro que ellos se conocieran ya en el que venía siendo entonces mi pasado, sino que quizás resulte más adecuado, y también más fiel a la verdad en lo que a espacio-tiempo se refiere, decir que ellos se conocieron en el presente de entonces y desde ahí, siempre fueron conocidos, pero extraños. Ella era, en aquella época, un tanto impertinente e inmensa, impertinente por desagradable, e inmensa porque, en fin, estamos aquí para contar la historia tal como sucedió y no es menester negar que la chica era entrada en carnes, como solían decir nuestras tías, sin embargo, un par de veranos después, alguna beca veraniega la llevó a enamorar a algún francesito de cabello rizoso, que decía de sí mismo ser bohemio y pintor, que la indujo a pasar hambre y penurias, y, qué coño, había dicho su madre, que el amor adelgaza, y volvió en septiembre con aquel acento atragantado y dos perfectamente esculpidas clavículas por collares engarzados, a parte del pecho recolocado en su sitio, y un par de bonitas ondulaciones por caderas, vraiment fantastique. Y aquella camiseta mostrando sus clavículas, paralelas al suelo, clavículas que luego heredaría la niña y que harían que su padre nos mirara con recelo, como invitándonos, por si acaso, a fijarnos en otros asuntos, como si ella, la niña, fuera más que otra gata agazapada en alguna esquina, inmersa en la aventura que el alcohol le procuraba, haciéndole creer de vez en cuando que las penas eran menos amargas con aquel sabor quemando en la garanta y que los hombres eran entonces menos hombres y quinientas intensas palabras les dirían mucho más que aquel escote. Para qué negarlo, la niña era preciosa, cosa que también se veía venir, algo así como enamorarse de ella.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Sin querer

Paséate de nuevo con tu suéter verde, alborótame las piernas. Estírame el lazo con el que atarme la cintura. Dame un nudo con el que atragantarme, olvídame los versos de ayer, esos que dijimos entre toses. Vuelve a decirme que las cortinas del salón no llegan al suelo y que desde que ha dejado de llover ya no tienes más sed y yo, sin embargo, no paro de beber y no consigo más que ahogarme en la cazuela en la que pusiste huevos a cocer antes de ayer cuando, al verme, tu vecina se asustó y no me quiso devolver la toalla que tiré al tender. Fue sin querer, todo. Péiname las manos con tu pelo, que se me cae la taza al suelo y tengo miedo.