Avanzaban los días y el caballete se resintió de una cojera de por vida, víctima de instintos íntimos y airados, de ofuscación, renuncia y vuelta a empezar. Un pequeño trozo de cartón raído, reducido a incontables dobleces hizo las veces tanto de muleta para el maltrecho caballete como de desencadenante y directo causante de largos manchones de pintura que emborronaban el lienzo cuando el danzarín cartón decidía abandonar su cargo bajo la defectuosa pata y se unía al silencioso bailoteo del polvo, constante, de un lado a otro, acentuando la perpetua alergia del descuidado pintor.
Avanzaban los días, el caballete se resentía de una cojera de por vida, y el lienzo dormitaba en una esquina de la estancia, donde la oscuridad disimulaba los inmensos manchones e innumerables borrones que lo poblaban. El tiempo obligaba al pintor a seguir viviendo, pero no a seguir pintando. Consecuente con su vocación, con su propia naturaleza, el pintor ancló en su mente la imagen del rostro que despertó de nuevo su ya jubilada inspiración y volvió a desear captar el brillo de unos ojos en un lienzo. El pintor quería pintar y no podía. Quería pintar pero no encontraba la luz adecuada, ni la tonalidad precisa del aterciopelado de aquella aperlada tez, tampoco encontró el negro perfecto para las pestañas, ni el suficiente carmesí de unos labios.
Así, falto de la necesaria vitalidad y perseverancia que en su juventud había derrochado, abandonó el lienzo a una base de oscuros brochazos, y en un día gris, añadió tres o cuatro pinceladas de un verde amarillento que destinaban la obra a un mejor destino de naturaleza muerta. La vida ya no corría por sus venas, ni tampoco la capacidad de reflejarla se deslizaba por entre sus dedos, transmitiéndola al compás al pincel encargado de hacer visible a los demás lo que solo la experimentada mirada del pintor era capaz de ver. Ciego por tanto, tanto a la vista como al tacto, se descubrió nadando en una de las viejas botellas de cualquier tinto vulgar que guardaba en uno de los muchos rincones del estudio, rescatando el paquetito de puros de la primera y última boda a la que se había dignado a presentarse, aunque solo fuese por motivos de trabajo. Aquella noche, mientras realizaba el retrato de la feliz pareja de recién casados, ocultando el alcohol y subrayando el entusiasmo de ambos entre los hilos del lienzo, sintió cómo una parte de su alma quedaba hecha añicos para siempre y supo que nunca jamás volvería a ser capaz de pintar.
Nimiedades de la vida, el pintor vendió su alma al diablo y ahora la quiere recuperar. ¿No sabes ya acaso, pintor, que todo aquello que se da, nunca jamás se vuelve a recuperar? Alguien se atrevió a preguntarle una vez.
- Pantomimas, - acostumbraba a divagar en voz alta en la soledad y el silencio del estudio - mi alma se ha caído en una botella y no la logro encontrar. Mi alma no la tiene el diablo, él no la quiere para nada. Nadie dijo nunca que el diablo pintara…