viernes, 2 de enero de 2009

sinpensar

Acercó las manos a la cara, borró con ellas el espanto. Elevó los ojos al cielo, contuvo así el llanto. Desanudó la corbata color pastel, liberó los botones de la camisa de la prisión de los ojales. Tiró la americana al suelo, imprimió su huella descalza en las baldosas. Manchó la pared con insultos, amordazó las fotografías para que no hablaran, para que callaran por siempre aquel pasado que le gritaban a la cara, ahora que estaba solo, ahora que ella no iba a volver. Arrugó el traje sentándose en el suelo, asustó a los vecinos riéndose a carcajadas.

Se obligó a sí mismo a desafiar a los puntos y seguidos usando las comas, haciendo frases largas como laberintos enrevesados, acechando la muerte en cada esquina, con una idea exprimida de menos, una coma de más, una mueca socarrona en la comisura de la boca, una arruga más en la frente, un lugar menos en el que estar.

Sembró el suelo con cientos de folios sin numerar, retando a su propia intelectualidad, a su desordenada voluntad de no colaborar en la absurda consecución de un lugar agradable para permanecer, que no vivir, puesto que él ya no vivía, hacía tiempo que había dejado de hacerlo, sobreviviendo a cada día un poco menos, apagándose cada noche un poco más.

En la pequeña habitación en la que el reloj nunca marcaba la hora exacta ni el calendario acertaba en qué mes se encontraba, en la que todo estaba perdido, donde nunca había nada en su sitio, deslizó las puntas de los dedos recorriendo las teclas de la vieja máquina de escribir que había logrado enmudecer a base de palabras malsonantes y frases melancólicas que la traían por senderos de locura en los que olvidaba las vocales y todo lo hacía rimar, la pobre máquina, que miraba con recelo el objetivo que dormitaba en una esquina, que gustaba de pintar la realidad más hermosa de lo que era, atrayendo ávidas miradas esperanzadas queriendo encontrar en las imágenes captadas los resquicios de aquel lugar mejor al que soñaban pertenecer todas las noches.

Aquella madrugada se descubrió a sí mismo durmiendo con su soledad, desayunando en una constante ceguera olfativa, paladeando por igual el agua o el café, o cualquier otra sustancia vertida de una amable botella vulgar, obligada a vaciarse, a servir ya solo de casa al aire.

Así, entre trago y bocanada, entre aire y humedad, la maldijo por tonta y por ciega, por no ser capaz de ver, de predecir, de querer adivinar allí a donde él podía llegar sin ella, que ya ni los puntos necesitaba usar, que todo le salía bien, que él era perfecto, que todos lo sabían menos ella, que era tonta, y ciega, ella estaba ciega y por eso se iba, por que no veía de quién se alejaba y con quién se iba a juntar, se había marchado porque decía que la tenía ciega, amordazada y ciega, y él no lo entendió, o no la quiso entender hasta el mismo momento en que ella se marchó, llevándose tras su taconeo el correteo de los colores de la vida que ahora lo cegaban a él eternamente y sin remedio si ella se iba y solo se dejaba su perfume, para que pudiera olerla, para que creyera que la tenía entre sus manos, enfrascada en un botecito de colonia, de la barata, de la que está de moda, y pudiera añorarla así, evadiendo de su existencia el hueco de su ausencia, rememorando su presencia con unas gotas de aquel odioso aroma.

Ella se fue, se llevó con ella una corbata color pastel, igual a la que él llevaba aquella noche, como recuerdo del nudo al que la tenía atada, justo alrededor de su cuello, y que la obligó a prometerse que nunca más bailaría al son de nadie, solo al de aquel que encontrara nacimiento en su propia garganta. Se llevó la corbata, pues, la corbata con los puntos que adornaban la cordura de aquel hombre que dejaba ciego, y malherido. Ciego, malherido, y loco.